Mario García Priego |
23/12/2019
Se hace de noche. Porque
siempre se hace. Como se hizo ayer. Como se hará mañana. Como se hace hoy. Hoy
se ha levantado temprano, como un día más. Ayer también. Y seguro que mañana.
Siempre igual. Nada cambia. Él ya llevaba puesto su cárdigan de color verde
pino y su camisa gris de cuadros desde por la mañana. Como siempre.
Cuadro "De paseo con el abuelo", de Carlos Martínez Palomino |
Al tomar el pestillo del
gran portón de la casa, su mujer lo detiene. —¿Dónde
vas? Hoy no se sale. ¿No sabes qué día es hoy? — Él se ríe, no contesta y se
sienta al brasero. No sabe qué día es hoy. Pero intuye que no puede ser un día
cualquiera. Lo intuye por el olor a gambas. Porque su hija está cortando
demasiado jamón para solo tres personas. Y porque sus hijas, sus yernos y sus
nietos ya están entrando por la puerta. Sus nietos lo abrazan y lo besan.
Rebosantes de ilusión lo llaman “abuelo”, pero él no sabe quiénes son. Pero
sabe que los quiere. Y que le quieren. Y él esta feliz por verlos felices. Y
juntos.
La
Navidad tiene estas cosas. La familia unida, el calor de una casa, la alegría
de la mesa… Ay, las mesas. Ya, cada año que pasa, al menor de los nietos le
gusta menos la Navidad. Y no es que quiera tener el afán de protagonismo del
Grinch. Aunque para algunas cosas todavía esté muy verde. El menor de los
nietos disfruta estas fechas, pero cada vez menos. Cuando eres un crío las
estás esperando casi desde que se acaban el año anterior. Valoras la fiesta.
Valoras los regalos. Valoras lo que no tiene ningún valor.
Ahora se
para. Mira atrás y dice: “¿Quién quiere regalos?”. Es verdad. ¿Quién los
quiere? No valen nada. Si hoy le escribiese una carta a Papá Noel o los Reyes
Magos, le pediría un imposible. Aunque de pequeño viese imposible que le
trajesen el barco pirata de Peter Pan. El menor de los nietos les pediría que,
por una Navidad, su abuelo bajase a pasarla con ellos. Una vez más. Solo una.
Si se pudiese… Para valorar lo que de verdad hay que valorar. Ver que todas las
sillas están ocupadas en la mesa. Esas pequeñas cosas que la ciega ilusión de
niño no le dejaba ver. Ni apreciar. Y, para el menor de los nietos, no hay
regalo más bonito que ver a su familia unida en la mesa y, por supuesto, que
estén ocupadas todas las sillas.
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